Oriundo de Valentín Alsina, al sur de la provincia de Buenos Aires, aunque luego criado en los barrios porteños de Saavedra y Belgrano, Leonel Edmundo Rivero fue un tanguero con formación académica.
Su primera incursión dentro del tango fue nada menos que en la orquesta de José de Caro, y más tarde trabajó junto a Emilio Orlando, Humberto Canaro, y luego junto al gran pianista Horacio Salgán. Años después explotó junto a Aníbal “Pichuco” Troilo, Astor Piazzolla, y Roberto Grela, entre muchos otros. Es decir, Rivero le puso voz a las más grandes orquestas del tango argentino.
Apodado “El Feo”, Rivero sufría de acromegalia, una enfermedad que obligaba a su cuerpo a producir cantidades inusuales de hormona de crecimiento, por lo que llegó a tener enormes manos, mentón y nariz. Su carácter afable y buenos modales lo convirtieron en uno de los personajes más queridos y respetados en el ambiente del tango.
En 1969 abrió el hoy legendario tango bar “El viejo almacén”, en donde se lo solía ver acompañando con su maravillosa voz de barítono bajo a la orquesta de Osvaldo Pugliese, e interactuar con el público, entre los cuales se contaban varios artistas famosos que frecuentaban el local.
Entre sus más recordadas interpretaciones podemos enumerar a Cafetín de Buenos Aires, Pucherito de gallina, Sur, El último organito, y Melodía de arrabal.
Rivero falleció a causa de una insuficiencia cardíaca el 18 de enero de 1986.
Cafetín de Buenos Aires
de Enrique Santos Discépolo
De chiquilín te miraba de afuera
como a esas cosas que nunca se alcanzan...
La ñata contra el vidrio,
en un azul de frío,
que sólo fue después viviendo
igual al mío...
Como una escuela de todas las cosas,
ya de muchacho me diste entre asombros:
el cigarrillo,
la fe en mis sueños
y una esperanza de amor.
Cómo olvidarte en esta queja,
cafetín de Buenos Aires,
si sos lo único en la vida
que se pareció a mi vieja...
En tu mezcla milagrosa
de sabihondos y suicidas,
yo aprendí filosofía... dados... timba...
y la poesía cruel
de no pensar más en mí.
Me diste en oro un puñado de amigos,
que son los mismos que alientan mis horas:
(José, el de la quimera...
Marcial, que aún cree y espera...
y el flaco Abel que se nos fue
pero aún me guía....).
Sobre tus mesas que nunca preguntan
lloré una tarde el primer desengaño,
nací a las penas,
bebí mis años
y me entregué sin luchar. ¤